Ahí con su perfume
que se vuelve dulce
con los años
cuánto quiere nacer dos días
y volver a los diecisiete.
Colgar el vestido
de la eterna graduación
en el hombro de un aplauso
y sonreir a pierna suelta
un beso de bienvenida.
Siempre conjurando aquél ocaso
que convierte a la hoja en rastro
y al otoño en canto
por tanto mar de inocencia.
Juega con su vestido
dando la vuelta al arroyo
aprendiendo a silbar
lo que cantaba su padre
con una voz tan honda
que sumerge a la niñez
en onces de despedidas.
Pero vuelve ese feo golpe
de un espejo
que está que se cae
con su clavo dormitando
ladridos de un caminante ausente.
Está ella con su collar favorito
abrazando a un nieto
mirando la última estrella
con un dolor que se calla
cantando la última pena.
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